A Soles
Un rayo de sol
brilló sobre su pelo
y con un regaliz
los ojos se agrandó.
(Baras-Marvizón)
Polvo
y más polvo es lo único que podemos encontrar en este viejo desván. Tras el
paso de los encargados de la mudanza no han dejado nada que me retraiga a otro
tiempo. Sólo me quedan mis recuerdos para poder volver atrás. Cuantos recuerdos
perdurarán bajo los escombros de esta casa cuando sea demolida. No podré
cumplir la promesa que le hice a mis abuelos de mantener esta casa hasta el
final de mis días, pero una constructora y la hipoteca que recaía sobre esta
casa desde hace más de diez años han podido más que el amor de una nieta con
sus abuelos.
Con
lo que he luchado por mantener la vivienda de mis antecesores y ahora sólo
quedan las paredes y el suelo de madrea, las polvorientas vigas y la ventana
hacia..., hacia nada que valga la pena, en otros tiempos sí, ahora no. Ahora
tan sólo da a un supermercado, una de esas grandes superficies en las que sólo
hay calles monótonas y gente como autómatas cogiendo botes y más botes de comida
en conserva de los estantes, con las que no se puede entablar ni la menor
conversación ya que no los conocemos. Se va siempre con demasiadas prisas como
para pararse a entablar ese primer diálogo. Antes desde el ventanal se podía
contemplar la esencia de una ciudad, un pueblo, sus gentes. Enfrente de esta
casa había un parque con sus árboles, bancos y los niños correteando tras un
balón y a un lado el kiosco de don Miguel, un hombre que vio pasar de niño a
adolescente a varias generaciones tras la ventanilla de su kiosco.
Cada
mañana le compraba las chucherías a don Miguel para después saborearlas en el
colegio junto a las amigas. Compraba caramelos de menta, de esos que pican y
cuanto más lo hacen más deseas repetir, pipas que vendía en unos cartuchitos de
papel de los que como no tuvieras cuidado al meterlos en la maleta se derramaba
todo y luego te llevabas más tiempo buscando las pipas en el fondo de la
maleta, que lo que duraba el recreo. También solía comprarme un regaliz de esos
duros que amargan pero que están tan ricos. Cogía aquel palo por un extremo y
por el otro empezaba a chuparlo, pero había que ser un poco rápida chupando
para gastarlo o sino después no había donde guardarlo debido a que cuando se
llenaba de saliva se ponían muy pegajoso. Era más cómodo irlo partiendo en
trozos y así si no te daba lugar no tenías todo el regaliz chupeteado, pero a
mi me gustaba más entero, sabía igual, pero una era así de caprichosa, porque
tampoco se podía morder ya que después se quedaba pegado en las muelas y no
había manera de quitarlo y el intentarlo con la uña no estaba muy bien ya que
se llenaba todo el dedo de unas babas teñidas por el regaliz y quedaba un poco
asqueroso.
Eso
no era lo único que me metía en el estómago por las mañanas. Todos los días mi
madre me despertaba con su dulce voz. A mí me gustaba más que lo hiciera mi
padre, lo hacía igual que ella pero para mí era especial quizás porque él lo
hacía tan sólo los fines de semana y, por tanto, lo hacía menos. A veces no
necesitaba a ninguno de los dos para despertarme ya que con el olor a leche
calentita, a café y tostadas recién hechos era suficiente. Bajaba deprisa
besaba a mi madre y me día:
-¿Te
has lavado la cara y peinado antes de bajar?
-No
mamá.
-¿Y
a qué esperas?- y me daba un golpecito en el culo.
-Ya
voy mamá.- le decía resignada y volvía arriba.
-No
olvides de despertar a la abuela.
Entraba
en silencio en el cuarto, algo tonto ya que desde hacía unos años se había
quedado sin oído, años después de
quedarse postrada a causa del Alzheimer. Corría las cortinas y dejaba entrar la
claridad hasta que no quedaba ni un rincón sin su resplandor. Me acercaba a la
cama y la llamaba dándoles unos toquecitos en el hombro y hablándole al oído.
-Abuela
despierte ya es hora.
Y
al rato abría los ojos, esos ojos perdidos en el infinito del cuarto y
contestaba:
-Ya
me levanto mamá.
-No
soy tu madre sino tu nieta.
-No
me quieras engañar.
Cuando
decía estas cosas me daba mucho miedo. Creo que nunca se enteró que yo era su
nieta ya que le empezó a atacar el Alzheimer a la memoria un par de años antes
de que yo naciera.
Después
de arreglarme desayunaba mi leche con una tostada untada con mantequilla o
mermelada y por el camino me comía una magdalena. Mi madre siempre me hacía
comer por las mañanas aunque no tuviera ganas ya que decía que el secreto de
tener una buena mañana era tomando un buen desayuno.
De
este abandonado desván ha podido desaparecer el mobiliario pero no los
recuerdos de toda una vida. Unos recuerdos que me llevan a más de cincuenta
años atrás, cuando tan sólo era una mocosa con miles de sueños e ilusiones que
subía a estos lugares para revolver los cachivaches que se iban almacenando con
los años entre estas paredes y con los que iba construyendo un mundo
imaginario, con mi príncipe azul y un suntuoso palacio de cristal y diamante.
Nunca faltaba cuando tenía un instante libre, cualquier momento era bueno para
subir y pasar las horas muertas curioseando entre los trastos inservibles. Al
principio mi padre me castigaba mandándome venir aquí creyendo que yo le tenía
miedo a este sitio, a su oscuridad y la soledad, aunque poco a poco fue
descubriendo que me deleitaba e incluso a veces lo provocaba para que me
mandara.
Una
de las cosas que más me gustaba era soñar ante un viejo baúl que pertenecía a
mi abuela. Baúl que contenía toda una vida en su interior, había fotos,
vestidos, cartas de amor y un diario que poseía las pasiones y secretos mejor
guardados de mi abuela y que yo fui desenmarañando entre las palabras escritas
desde una joven adolescente a una vencida mujer de más de setenta años. Con
cada uno de los objetos que se conservaban en el baúl conocí todo lo que se
escondía tras la ausente mirada de mi abuela. Mujer que a los setenta y ocho
años se quedó postrada en una cama y nunca dio una señal de vida, mas que su
presencia. Esa mirada que se dirigía al infinito, a ningún punto en concreto, a
la nada, al ocaso. Mirada carente de vida propia, tan sólo conservaba su brillo
y su color verde. Cuando tus ojos se cruzaban con los suyos parecía que te
penetraban, te hurgaban en tu interior pero era tan sólo una muestra más de la
poca esencia que quedaba en su senil cuerpo, maltratado por los años. Me
aterraba el que sus ojos se quedaran fijos en los míos. Temía que en un
descuido ella pudiera encontrar mediante mis ojos cosas tan íntimas que no las
debía conocer ni una persona que nunca podría contarlo por falta de vida.
Aunque en el fondo este cruce de miradas me dejaba en una paz y relajación como
si me transmitiera su placidez y armonía.
7 de
octubre de 1908
Esta
tarde tras el ensayo lo he vuelto a ver. Es un joven tan guapo y apuesto. Todo
lo que tengo lo daría por estar con él ahora mismo. ¿Crees que hago mal pensado a todas horas en él?
8 de
octubre de 1908
Si
ayer estaba guapo hay está para comérselo, hasta con el grueso abrigo que llevaba se podía ver su cuerpo serrano. No sé
a que se dedicará pero sea lo que sea
tiene que ser un oficio en el que ejercita bien sus músculos.
12 de
octubre de 1908
Llevo
tres días sin verlo ni un sólo segundo, estoy que no vivo. Nunca creí que
el no verlo me podría traer tal
desesperación.
Esperaba
con ansias terminar el ensayo con el ballet. Estaba segura que hoy volvería a estar ahí, en el mismo sitio,
pasando por la misma calle, pero no, mi
intuición me ha fallado, el sexto sentido femenino no me ha valido en
esta ocasión. ¿Será que está con otra
mujer? Quizás tiene novia y en este instante en
el que yo pienso en él, él está con una joven elegante, bien vestida
paseando por el parque agarrados de la
mano, intercambiándose confidencias el uno con el otro.
14 de
octubre de 1908
Sigo
sin verlo pasar, ¿será un castigo de Dios por pensar tanto en él? Tiene que haber alguna forma de localizarlo, pero
como, si no conoces ni su nombre. Se
puede ser desdichada pero tanto como yo imposible. Nunca podré
comprender porque hay que sufrir tanto.
Si ahora con dieciocho años ya lo paso así cuando llegue a los cincuenta me muero.
17 de
octubre de 1908
Por
fin ha aparecido, lo he encontrado más guapo que de costumbre, es que me vuelvo loca por él. Qué pedazo hombre,
quizás demasiado, se le ve bastante
mayor que yo, unos nueve o diez años más, pero no me importa, si se
acercara a mí y me pidiera en
matrimonio, no le haría ascos por tener algunos años de más.
29 de
octubre de 1908
Hoy
una de mis compañeras me ha pillado mirándolo. Creía que me moría. Quería que
me tragase la tierra, ya que nadie conoce mi pasión por él, tan sólo tú, mi diario. Me puse muy nerviosa, más que
si se hubiese dado cuenta él. Me preguntó
que si me interesaba ese chico, yo por supuesto se lo negué. Ella siguió hablando:
-Es
un buen chico, muy trabajador, sale poco de su casa y si te gusta por ahora está libre.
-¿Cómo
sabes tanto sobre él?
-Es
que es mi primo y tiene muy buenas relaciones con la familia. Es muy servicial, se dedica a la construcción y cada
vez que hay algún chapú en la familia él
va a ayudar.
Sin
quererlo estaba recibiendo de la compañera más pedante unas referencias excelentes de mi amor platónico.
-Y
esa maravilla ¿tiene nombre?
-Pues
claro, Ignacio.
-Bonito
nombre, pero se le ve un poco mayor.
-¡Qué
va!, tiene veinticuatro.
-Parece
mucho mayor.
-Sí,
tanto trabajar lo ha madurado antes.
-Entonces
pertenece a la construcción.
-Es
albañil desde los dieciséis y se ha convertido en todo un experto. ¿Preguntas
demasiado para que no te interese nada?
-Sólo
lo hago por matar el tiempo.
Que
más puedo pedir ella me lo ha brindado todo en bandeja. Se llama Ignacio, es un excelente albañil, soltero,
sin compromiso y, además, no es tan
mayor como creía, estupendo.
Aquel
raído baúl también guardaba el traje con el que debutó mi abuela. Aún
conservaba las medias, el malló, el tutú ya estropeados por el tiempo y las
zapatillas con las puntas gastadas de tantas horas de ensayo. Cada vez que
tenía oportunidad me colocaba todo tal y como se veía en las fotos de mi
abuela. Era tan sólo una mocosa pero ya me gustaba soñar ser una gran
bailarina. Intentaba simular sus posiciones, posturas sobre las puntas de las
zapatillas torpemente atadas a mis piernas. Me iba hacia un gran espejo que
había en el desván, un espejo antiquísimo que mi abuela heredó de la suya,
ahora complementa el dormitorio de mi hija ya que ha ido pasando de hija a hija
cuando nos hemos casado, no sé si aguantará muchas más generaciones el espejo,
pero seguro que sí más que yo. Allí ante el espejo hacía mil posturas e
imaginaba como había sido aquel debut. Alzaba las manos lo más que alcanzaba.
Me estiraba intentando alcanzar el techo y así intentaba girar sobre mis pies.
Cerraba los ojos y me veía yo sola en un escenario con grandes señores y
señoras aplaudiendo y arrojándome flores.
Hola
madre;
Ya
queda menos para el gran día, espero que usted y padre puedan venir ese día a la ciudad y dejar el pueblo para ver mi
primera actuación en un teatro. Es un
teatro muy modesto, pequeño, pero para mí es demasiado.
Ya
tengo terminado el vestuario, creí que nunca iba a verlo acabado. Cuanto me ha servido todo lo que me enseñó usted de
costura, sino me hubiese tenido que gastar
un dineral en los trajes y ya me cuesta sacar para ir sobreviviendo en el hostal. La dueña del hostal es muy
buena y es quien me ha hecho los
patrones, antes de poner el hostal se dedicaba a la costura, pero con el
dinero de una herencia pudo comprarse el
hostal y vivir más desahogada, aunque a
veces tiene que volver a la aguja, porque en algunas temporadas se le
quedan algunas habitaciones vacías y no
tiene bastante para sacar adelante el hostal.
20 de junio de 1906
¿Qué tal hija
mía?
Yo sabía que
te sabrías manejar bien
en la capital, eres
toda una mujer. Tu padre
está muy bien
y lo tiene
todo arreglado para
que el día
que estrenas podamos
estar. Se lo va
a dejar todo encargado a Marciano.
Te echo de menos,
no me
acostumbro a estar
sin ti, me hacías
tanta compañía, ahora es cuando
siento no haber
tenido otro hijo, pero
bueno tú vales por
siete y si
lo que haces
es por tu
bien me alegro
mucho.
1 de julio de
1906
La
letra de mi bisabuela era irregular y descuadrada, con el trazo de una persona
casi analfabeta. Sólo sabía lo que mi abuela le había enseñado en los días de
frío invierno con lluvia y no salía a trabajar. Como me hubiese gustado estar
en el debut de mi abuela ya que en el mío no pude estar porque nunca llegó,
tuve una enfermedad que me lo impidió.
Tenía
diez años cuando tras ver los recuerdos de mi abuela pensé que quería llegar a
ser bailarina como ella. Mi madre me llevó a una academia de baile clásico y
allí estuve durante varios meses hasta que casi al año me empezaron unos
dolores en la espalda que me hacían imposible seguir bailando. Tras muchas
pruebas me detectaron un comienzo de atrofia muscular, que afortunadamente se
me paró pero me prohibieron a partir de entonces movimientos bruscos y tuve que
dejar el baile. Al menos me queda el consuelo que la enfermedad no fue a más ya
que pensaban que en poco tiempo me quedaría en una silla de ruedas. Por tanto,
los sueños de ser algún día lo que mi abuela no fue por causas del destino y el
amor no lo pude lograr, se esfumaron. Fueron tan sólo una estrella fugaz en mi
vida.
26
de noviembre de 1908
Hoy
ha venido Ignacio a la representación, no sé si será la primera vez que me ve bailar. Lo he visto hablando con el
tramoyista, el cual le está enseñando el
teatro porque creo que las reformas del teatro las va a realizar la
empresa donde trabaja Ignacio. Sería
todo un gusto el tenerlo todos los días por aquí.
28
de noviembre de 1908
Ya
se ha confirmado que su empresa hará las obras.
1
de diciembre de 1908
Le
he pedido a la prima de Ignacio que nos presente. Me ha costado mucho trabajo decírselo, era confesar que me moría
por él.
Lo
que sigue creo que se lo pueden imaginar. Desde el primer día fueron tal para
cual, con tan sólo dirigirse una mirada se lo decían todo en un idioma que sólo
pueden conocer aquellos que verdaderamente crean en el amor.
Ya
ha llegado la hora de irme, de tener que abandonar esta casa, este desván con
todos sus recuerdos. Nunca más podré volver a contemplar estas paredes. Sobre
los restos de esta casa se construirá un gran edificio, habrá mucha gente pero
se perderá el espíritu de vecindario. Aquellos días, tardes, noches sólo
quedarán en mi mente. La niña que soñaba en ser una bailarina quedó en el
pasado, delante del espejo dando vueltas y más vueltas sobre las puntas de los
pies por el desván, hasta que en cualquier momento caiga desfallecida y se
duerma ante el espejo y los recuerdos de su abuela.
(c) Sebastián García Hidalgo