Creo que aun tengo las
lagañas. Llevo los ojos pegados. Que trabajo me cuesta ponerme en pie. Me ha
costado arreglarme como cada día. Ya soy como un autómata que sigue una rutina
diaria y que tiene bien estudiados y planeados cada uno de los movimientos. Cómo
envidio a Rafael, que aprovecha el calor de las sábanas durante un par de horas
más. Debería buscarme un trabajo más cerca, como tiene mi marido. Ya he perdido
la cuenta de los trasbordos que tengo que hacer en las distintas líneas de
metro.
Son las seis y el vagón
empieza a tener los primeros pasajeros que, como yo, comienzan su rutinaria
jornada. Estoy cansada, que poco he dormido. Teresita otra vez está mala. Deben
ser los dientes. Toda la noche en vela deambulando por mi cuarto. Ha estado con
alguna décima de fiebre. Si tuviéramos que echar los dientes ahora de mayores
seguro que no lo soportaríamos. Nada más pensar cuando intentan salir rompiendo
la encía. ¡Qué dolor! Se me revuelve todo el estómago.
El vagón va a rebosar. No
me gusta el contacto con gente que no conozco. Me repugna que mi piel roce otra
piel extraña. Y tocar la barra de sujeción del metro, eso ya me desquicia.
Virus, bacterias, mugre, restos de un individuo desconocido. Cuando llego con
Teresita de la calle de haber estado en el parque lo primero que hago es
meterla en la bañera. El verla jugar en el cajón de arena y luego pasar sus
manitas por las cuerdas del columpio me repulsa, pero debo dejar a la niña
danzar a sus anchas y no convertirla en una compulsiva obsesiva como yo. En el
bolso siempre llevo el paquete de toallitas húmedas para limpiarle las manitas
cuando salimos del recinto. Ayer tarde, al meterla en su baño tras el
juego en el parque con los demás, descubrí la destemplanza de la pequeña. Pensé
que sería un virus, alguna infección estomacal o cualquier otra enfermedad
banal de niño pequeño. A sus dieciocho meses aun no me acostumbro a descubrir
cual puede ser el mal que la aqueja. Que difícil es ser madre primeriza e hija
única que nunca ha visto criar otro hermano.
Hoy no he tenido ganas de
peinarme y sólo me he cogido una cola de caballo bien tensa. No me ha importado
que a mis veintisiete años ya tenga el pelo poblado de canas. Con la melena
suelta lo disimulo un poco más. Cuando salga de la oficina tendré que pasarme
por el Mercadona a comprarme el tinte cobrizo para cubrirme los primeros
síntomas de mi transformación en Copito de nieve. Los empujones en cada una de
las paradas de metro me sacan de mis pensamientos y me hacen volver a la
realidad. Apretujones, carreras, prisas y yo solo pensando en mi pelo y en mi
pequeña enferma. Le he dicho a Rafael que no la lleve a la guardería que la
deje en casa de su madre. A la abuela le gusta cuidar de su primera nieta. Le
ha costado pero por fin ha tenido una nieta, mis cuñados todos han tenido
machotes, para que no se pierda la estirpe. Sé que ella la tendrá bien
atendida. Demasiado consentida, pero bien cuidada. Pero para eso están los
abuelos: para dar los caprichos a los nietos. Para hacer con ellos lo que no pudieron
hacer con sus hijos, ya fuera por falta de tiempo o por la incoherencia de la
juventud. La madurez nos hace ver la vida de otra forma. Cada vez está más
cerca el fin y por ello hay que aprovechar cada instante. Cuando se es joven se
tiene toda la existencia por delante o al menos eso nos creemos o nos
hacemos creer.
Antes de salir he tenido
que preparar la bolsa con la ropa de Teresita para que Rafael se la deje a su
madre. Sé que él es capaz de arreglarla, pero me quedo más tranquila si lo hago
yo personalmente. Sino estaría toda la mañana llamándolo. La abuela también
tiene de todo, normalmente la dejamos en su casa cuando está enferma, pero ya
lo he dicho antes “haciéndolo yo me quedo más tranquila”. Biberones, leche en
polvo, aunque para desayunar sería mejor que le diera un poco de fruta
triturada. Anoche no comió nada y le vendría bien meterse algo en el estómago
además de la leche. Luego llamo a mi suegra para ver como está y se lo
comento. También le he echado unas mudas por si se mancha. Creo que
tendrá suficiente.
Corro para cambiar de
línea, por fin mi último transbordo antes de llegar al trabajo. Menos mal que
traigo en el bolso la pashmina. Cuando salga de la boca del metro seguro que
hace fresco. Empiezan a refrescar ya las mañanas. Anoche hacía frío. La niña
pasó toda noche destapándose. No quería apartarme de su lado. Mi madre siempre
me ha dicho que la fiebre hay que sudarla. La niña es muy pequeña y no creo que
sea bueno que se enfríe a esas horas estando malita. Así que casi no me moví de
su cunita. Duerme en la misma habitación que nosotros, pero para poder llegar a
la cuna tengo que salir de mi cama y destaparme. Menos mal que antes de
meterme en la cama me puse ya el pijama de invierno, porque con el de verano
hubiese pasado frío tanto ir de un lado para otro del dormitorio. Rafael casi
ni se inmutó en toda la noche. Cuando Teresita está enferma él normalmente ni
se entera. Tiene un sueño muy profundo. Es mi pequeña. Es mi niña. No me
importa tener que pasar la noche en vela para cuidarla y ser su enfermera.
Antes de subir a la
oficina me pararé en la cafetería de la esquina a tomarme un café y llamar a
Rafael desde el teléfono público que hay dentro. Aun estará en casa de su madre
y a punto de ir a su trabajo. Seguro que se ha olvidado de algo.
(c) Sebastián García Hidalgo
No hay comentarios:
Publicar un comentario