viernes, 6 de diciembre de 2013

MALA NOCHE





Creo que aun tengo las lagañas. Llevo los ojos pegados. Que trabajo me cuesta ponerme en pie. Me ha costado arreglarme como cada día. Ya soy como un autómata que sigue una rutina diaria y que tiene bien estudiados y planeados cada uno de los movimientos. Cómo envidio a Rafael, que aprovecha el calor de las sábanas durante un par de horas más. Debería buscarme un trabajo más cerca, como tiene mi marido. Ya he perdido la cuenta de los trasbordos que tengo que hacer en las distintas líneas de metro.

Son las seis y el vagón empieza a tener los primeros pasajeros que, como yo, comienzan su rutinaria jornada. Estoy cansada, que poco he dormido. Teresita otra vez está mala. Deben ser los dientes. Toda la noche en vela deambulando por mi cuarto. Ha estado con alguna décima de fiebre. Si tuviéramos que echar los dientes ahora de mayores seguro que no lo soportaríamos. Nada más pensar cuando intentan salir rompiendo la encía. ¡Qué dolor! Se me revuelve todo el estómago.

El vagón va a rebosar. No me gusta el contacto con gente que no conozco. Me repugna que mi piel roce otra piel extraña. Y tocar la barra de sujeción del metro, eso ya me desquicia. Virus, bacterias, mugre, restos de un individuo desconocido. Cuando llego con Teresita de la calle de haber estado en el parque lo primero que hago es meterla en la bañera. El verla jugar en el cajón de arena y luego pasar sus manitas por las cuerdas del columpio me repulsa, pero debo dejar a la niña danzar a sus anchas y no convertirla en una compulsiva obsesiva como yo. En el bolso siempre llevo el paquete de toallitas húmedas para limpiarle las manitas cuando salimos del recinto.  Ayer tarde, al meterla en su baño tras el juego en el parque con los demás, descubrí la destemplanza de la pequeña. Pensé que sería un virus, alguna infección estomacal o cualquier otra enfermedad banal de niño pequeño. A sus dieciocho meses aun no me acostumbro a descubrir cual puede ser el mal que la aqueja. Que difícil es ser madre primeriza e hija única que nunca ha visto criar otro hermano.

Hoy no he tenido ganas de peinarme y sólo me he cogido una cola de caballo bien tensa. No me ha importado que a mis veintisiete años ya tenga el pelo poblado de canas. Con la melena suelta lo disimulo un poco más. Cuando salga de la oficina tendré que pasarme por el Mercadona a comprarme el tinte cobrizo para cubrirme los primeros síntomas de mi transformación en Copito de nieve. Los empujones en cada una de las paradas de metro me sacan de mis pensamientos y me hacen volver a la realidad. Apretujones, carreras, prisas y yo solo pensando en mi pelo y en mi pequeña enferma. Le he dicho a Rafael que no la lleve a la guardería que la deje en casa de su madre. A la abuela le gusta cuidar de su primera nieta. Le ha costado pero por fin ha tenido una nieta, mis cuñados todos han tenido machotes, para que no se pierda la estirpe. Sé que ella la tendrá bien atendida. Demasiado consentida, pero bien cuidada. Pero para eso están los abuelos: para dar los caprichos a los nietos. Para hacer con ellos lo que no pudieron hacer con sus hijos, ya fuera por falta de tiempo o por la incoherencia de la juventud. La madurez nos hace ver la vida de otra forma. Cada vez está más cerca el fin y por ello hay que aprovechar cada instante. Cuando se es joven se tiene toda la  existencia por delante o al menos eso nos creemos o nos hacemos creer.

Antes de salir he tenido que preparar la bolsa con la ropa de Teresita para que Rafael se la deje a su madre. Sé que él es capaz de arreglarla, pero me quedo más tranquila si lo hago yo personalmente. Sino estaría toda la mañana llamándolo. La abuela también tiene de todo, normalmente la dejamos en su casa cuando está enferma, pero ya lo he dicho antes “haciéndolo yo me quedo más tranquila”. Biberones, leche en polvo, aunque para desayunar sería mejor que le diera un poco de fruta triturada. Anoche no comió nada y le vendría bien meterse algo en el estómago además de la leche. Luego llamo a mi suegra para ver como está y se lo comento.  También le he echado unas mudas por si se mancha. Creo que tendrá suficiente.

Corro para cambiar de línea, por fin mi último transbordo antes de llegar al trabajo. Menos mal que traigo en el bolso la pashmina. Cuando salga de la boca del metro seguro que hace fresco. Empiezan a refrescar ya las mañanas. Anoche hacía frío. La niña pasó toda noche destapándose. No quería apartarme de su lado. Mi madre siempre me ha dicho que la fiebre hay que sudarla. La niña es muy pequeña y no creo que sea bueno que se enfríe a esas horas estando malita. Así que casi no me moví de su cunita. Duerme en la misma habitación que nosotros, pero para poder llegar a la cuna tengo que salir  de mi cama y destaparme. Menos mal que antes de meterme en la cama me puse ya el pijama de invierno, porque con el de verano hubiese pasado frío tanto ir de un lado para otro del dormitorio. Rafael casi ni se inmutó en toda la noche. Cuando Teresita está enferma él normalmente ni se entera. Tiene un sueño muy profundo. Es mi pequeña. Es mi niña. No me importa tener que pasar la noche en vela para cuidarla y ser su enfermera.

Antes de subir a la oficina me pararé en la cafetería de la esquina a tomarme un café y llamar a Rafael desde el teléfono público que hay dentro. Aun estará en casa de su madre y a punto de ir a su trabajo. Seguro que se ha olvidado de algo.




(c) Sebastián García Hidalgo



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