A Trini
Iba con la mente en
blanco. Tan sólo pensaba en lo negra que es la noche, en todo lo que se puede
esconder en cualquier rincón, tras cualquier sombra. Un insignificante ruido
era motivo para que se sobresaltara. Se sentía indefensa. Le temía a su propia
sombra.
Mil veces pensó cambiar de
domicilio, buscarse algo más cerca, pero su situación económica no era muy
holgada. También estaba lo de cambiar de trabajo o de horario. La noche está
hecha para dormir y descansar, no para trabajar y volver a las tantas por esas
calles tan solitarias. Pero si malo era lo de cambiar de casa, encontrar otro
trabajo una aventura sin fin y con pocas esperanzas de éxito, la cosa no está
como para dejar el puesto de trabajo y ponerse a buscar otro.
Los ruidos sonaban a su
espalda, iban quedando atrás. Cada vez que nacía uno nuevo del silencio, su
cabeza como un resorte giraba y dirigía su mirada al infinito. Los sonidos, la
oscuridad, las pocas farolas, el silencio quedaban atrás. A sus espaldas ya
sabía lo que había, porque lo había visto, pero lo que se le avecindaba era
todo un misterio. Intentaba descifrar, intuir alguna imagen en el frente, a lo
lejos. Caminaba, se guiaba casi por instinto. Esa intuición que se crea tras
haber hecho ese recorrido durante seis años todos los días.
Le parecía oír su nombre
en cada uno de los silbidos del viento. Esto la estremecía y se acurrucaba aún
más en su abrigo. Seguía escuchando su nombre en el ambiente de la noche.
“Irune, Irune.” Era un suspiro, sonaba con agonía. Sentía que alguien la
reclamaba para ayudarle, para echarle una mano amiga. “Irune, Irune.” Ya era
más que un suspiro, una exhalación, una pura desesperación en la agonía. Ella
temblaba, su cuerpo tiritaba, no de frío a pesar del viento que corría, sino de
terror.
Irune aceleró el paso.
Comenzó una carrera hacia un lugar menos torturador. Lo que empezó como un
simple caminar se estaba convirtiendo en toda una carrera de fondo. Pero esto
no aminoró su angustia. Cuanto más corría, más zumbaba su nombre en sus oídos.
“Irune, Irune.” No había manera de librarse de esa angustia. “Irune, Irune.” Ya
su nombre sonaba con más insistencia. Que se tapara los oídos no servía de
nada. “Irune, Irune.” Empezó a gritar, a pronunciar unas palabras sin sentido,
con ellas no buscaba poderse comunicar con nadie, sino confundir su nombre en
su aullido. Pero este cometido era difícil de lograr. “Irune, Irune.” Cada vez
aumentaba más el desgarrador alarido que se le había metido ya en la mente.
“Irune, Irune.” Al final de la calle vio las luces de un bar. Quizás esta sería
la solución, llegar allí antes de volverse loca. “Irune, Irune.” Corría.
“Irune, Irune.” Ya las fuerzas no le daban más. “Irune, Irune.” Las piernas no
le respondían. “Irune, Irune.” Quedaba menos para alcanzar la meta.
"Irune, Irune” Llegó a las puertas del bar. “Irune, Irune" Aún estaba
cerrado. “Irune, Irune.” Aporreó las puertas hasta no poder más. “Irune,
Irune.” Chilló hasta el borde de la locura. “Irune, Irune.” Por fin el dueño
salió de la cocina y se dirigió a abrirle. “Irune, Irune” No encontraba explicación
a la situación de esta mujer. “Irune. Irune.” Nada más abrir, ella se abalanzó
a sus brazos. “Irune, Irune.” Y en ese momento se desplomó sobre ese pobre
hombre.
Tanto sus gritos como el
escuchar su nombre cesaron.
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