sábado, 6 de julio de 2013

IRUNE





A Trini
Iba con la mente en blanco. Tan sólo pensaba en lo negra que es la noche, en todo lo que se puede esconder en cualquier rincón, tras cualquier sombra. Un insignificante ruido era motivo para que se sobresaltara. Se sentía indefensa. Le temía a su propia sombra.
Mil veces pensó cambiar de domicilio, buscarse algo más cerca, pero su situación económica no era muy holgada. También estaba lo de cambiar de trabajo o de horario. La noche está hecha para dormir y descansar, no para trabajar y volver a las tantas por esas calles tan solitarias. Pero si malo era lo de cambiar de casa, encontrar otro trabajo una aventura sin fin y con pocas esperanzas de éxito, la cosa no está como para dejar el puesto de trabajo y ponerse a buscar otro.
Los ruidos sonaban a su espalda, iban quedando atrás. Cada vez que nacía uno nuevo del silencio, su cabeza como un resorte giraba y dirigía su mirada al infinito. Los sonidos, la oscuridad, las pocas farolas, el silencio quedaban atrás. A sus espaldas ya sabía lo que había, porque lo había visto, pero lo que se le avecindaba era todo un misterio. Intentaba descifrar, intuir alguna imagen en el frente, a lo lejos. Caminaba, se guiaba casi por instinto. Esa intuición que se crea tras haber hecho ese recorrido durante seis años todos los días.
Le parecía oír su nombre en cada uno de los silbidos del viento. Esto la estremecía y se acurrucaba aún más en su abrigo. Seguía escuchando su nombre en el ambiente de la noche. “Irune, Irune.” Era un suspiro, sonaba con agonía. Sentía que alguien la reclamaba para ayudarle, para echarle una mano amiga. “Irune, Irune.” Ya era más que un suspiro, una exhalación, una pura desesperación en la agonía. Ella temblaba, su cuerpo tiritaba, no de frío a pesar del viento que corría, sino de terror.
Irune aceleró el paso. Comenzó una carrera hacia un lugar menos torturador. Lo que empezó como un simple caminar se estaba convirtiendo en toda una carrera de fondo. Pero esto no aminoró su angustia. Cuanto más corría, más zumbaba su nombre en sus oídos. “Irune, Irune.” No había manera de librarse de esa angustia. “Irune, Irune.” Ya su nombre sonaba con más insistencia. Que se tapara los oídos no servía de nada. “Irune, Irune.” Empezó a gritar, a pronunciar unas palabras sin sentido, con ellas no buscaba poderse comunicar con nadie, sino confundir su nombre en su aullido. Pero este cometido era difícil de lograr. “Irune, Irune.” Cada vez aumentaba más el desgarrador alarido que se le había metido ya en la mente. “Irune, Irune.” Al final de la calle vio las luces de un bar. Quizás esta sería la solución, llegar allí antes de volverse loca. “Irune, Irune.” Corría. “Irune, Irune.” Ya las fuerzas no le daban más. “Irune, Irune.” Las piernas no le respondían. “Irune, Irune.” Quedaba menos para alcanzar la meta. "Irune, Irune” Llegó a las puertas del bar. “Irune, Irune" Aún estaba cerrado. “Irune, Irune.” Aporreó las puertas hasta no poder más. “Irune, Irune.” Chilló hasta el borde de la locura. “Irune, Irune.” Por fin el dueño salió de la cocina y se dirigió a abrirle. “Irune, Irune” No encontraba explicación a la situación de esta mujer. “Irune. Irune.” Nada más abrir, ella se abalanzó a sus brazos. “Irune, Irune.” Y en ese momento se desplomó sobre ese pobre hombre.


Tanto sus gritos como el escuchar su nombre cesaron.



*Incluído en el libro "Mirando al Sur"  

(c) Sebastián García Hidalgo

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