lunes, 9 de septiembre de 2013

HUIDA



A Ángel
“Ayúdanos a ayudar. Si eres joven y quieres colaborar con acciones humanitarias, ponte en contacto con nosotros.”
No sé que es lo que tendría este mensaje pero bastó para engancharme. Desde el primer momento que lo vi me interesó el tema, quizás era la mejor escusa para evadirme de la vida que llevaba hasta entonces. Hasta ese momento no era más que un joven fracasado con mi diplomatura de magisterio bajo el brazo, el cuál no había hecho otra cosa que patear las calles buscando un trabajo. La situación en la que me encontraba era de lo más amargante, necesitaba demostrar a los demás y sobre todo a mí mismo que servía para algo, que mi vida tenía algún sentido, alguna utilidad. Necesitaba cambiar de aires, renovarme, comenzar de nuevo y esta era la mejor oportunidad que me podían haber dado nunca.
Sin pensármelo ni una sola vez me acerqué sin duda alguna a la asociación. A los veinte días salí rumbo a Ruanda con unas cuantas de ropas y con una tonelada de ilusiones en la maleta.

Estaba preparando la maleta, recogiendo algunos libros y demás cosas cuando sonó la puerta de mi cuarto. Era mi padre ese que siempre creyó que yo sólo era un inútil, que sólo sabía vivir a su costa.
-¿Te das cuenta de lo que haces?
-Muchísimo- le contesté.
-Allí no vas a tener los lujos que aquí, allí vas a tener que trabajar muy duro.
-Para eso voy.
-No me seas cínico, sólo vas por un capricho.
-Papá, ¿es que nunca vas a confiar en mí?
-Yo sí confío, lo que no creo es que aguantes mucho allí.
-Pues si no lo aguanto ya me las arreglaré yo y apechugaré con el tema.
Estas conversaciones con mi padre me ponían malo, siempre me tenía como un inútil, el vago, el que no hace nada. Pero ahora le iba a demostrar todo lo contrario, que este holgazán iba a Ruanda y allí iba a trabajar como un negro, con perdón, y me iba a dejar la piel con esas personas que lo necesitaban.

Me monté en el avión, la única que había venido a despedirse fue mi madre, la única que había llorado por mi partida fue mi madre, mi padre tan sólo se limitó a decir: “ya volverá, no te preocupes mujer, ya sabes lo flojo que es tu hijo”. Esto la ponía aún peor, nunca soportó que me tratara con ese desprecio, con esa bajeza, pero él era más fuerte y sobre todo era el hombre de la casa y por eso se aprovechaba, creía que eso le daba derecho a tratarnos como si fuéramos piltrafas.
Al fin el avión despegó, se echó al aire. El avión subía y se ocultaba entre las nubes, ya había perdido de vista a mi querida Sevilla, la próxima vez que viera la tierra sería en un país extraño.

El campamento estaba alejado del aeropuerto, allí me esperaban personas a las que nunca había visto antes. Para empezar iba a formar parte de la farmacia de un hospital ruandés como ayudante en el reparto de medicina. No sabía como encontraría a quien me iba a llevar al hospital. A lo lejos vi a una mujer bastante demacrada diciéndome adiós.
-¿Cómo has sabido que era yo?
-Porque vienes con la misma cara de asustado que yo.
En su voz tenía algo que me era familiar y eran los restos de su acento sevillano. Su nombre era Palmira y llevaba ya unos cuantos de años en el campamento. Según me informaron después Palmira había sido una señoritinga de la alta sociedad de Sevilla y que se había venido huyendo de toda la hipocresía que encerraba esa vida.
Desde el primer día me acogieron como a uno más, tanto los compañeros del hospital como los enfermos. No hay satisfacción mayor que realizar un trabajo y que te lo agradezcan de esa manera. Pronto llegué a entenderme perfectamente con todos.
Palmira fue una de las que desde un principio me apoyó, siempre me decía que me parecía a su hijo Ale, quizás lo que quería al hablar conmigo era recordar nuestra tierra. Cuando tenía ocasión me preguntaba sobre sitios, lugares de nuestra ciudad, ya que desde que salió de allí nunca más volvió, al igual que yo, que ya llevo treinta y dos años y aún no he vuelto. No creo que lo haga, porque aquí he dejado toda mi juventud, media vida. Me ha servido para demostrar y demostrarme que los jóvenes de hoy en día aún servimos para algo.
Palmira murió hace seis años, a los ochenta y tantos, ya que nunca se lo pude sacar, esa era una de las cosas que no perdió de su alto estatus en Sevilla. Murió con la esperanza de encontrarse en el más allá con Bernardo, el único hombre que verdaderamente la quiso.

Ya he conseguido hacer lo que siempre me ha gustado y es dar clases, en este momento estoy dando matemáticas. Ya tengo que dejar de escribir estas reducidas memorias, porque tan sólo quedan cinco minutos de clase y tengo que recoger los ejercicios de mis alumnos.



                                                                                                 *Incluído en el libro "Mirando al Sur"
(c) Sebastián García Hidalgo

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